El próximo miércoles, con la bendición de la ceniza, comenzaremos el tiempo santo de Cuaresma, tiempo de gracia y salvación, en el que todos estamos invitados a convertirnos por el camino de las practicas penitenciales de siempre, la oración más intensa, el ayuno y la limosna.
El Papa Benedicto XVI acaba de hacer público su Mensaje para la Cuaresma de este año. Lleva por título: “Jesús, después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mat 4,2). En él el Papa reflexiona sobre el valor cristiano del ayuno y se pregunta qué sentido tiene para nosotros los cristianos privarnos de algo que en sí mismo es bueno para nuestro sustento. La Sagrada Escritura y la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y un medio para recuperar la amistad con el Señor. Por ello, la Palabra de Dios nos invita muchas veces a ayunar. Jesús nos da ejemplo ayunando durante cuarenta días en el desierto y rechazando el alimento ofrecido por el diablo. La práctica del ayuno está también muy presente en la primera comunidad cristiana y los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en nuestro corazón el camino hacia Dios.
En nuestros días, como nos dice el Papa, la práctica del ayuno ha perdido relevancia desde la perspectiva ascética y espiritual. En muchos ambientes cristianos ha llegado incluso a desaparecer. Al mismo tiempo, ha ido acreditándose como una medida terapéutica conveniente para el cuidado del propio cuerpo y como fuente de salud. Siendo esto cierto, a juicio de los expertos, para nosotros los cristianos el ayuno es una “terapia” para curar todo lo que nos impide conformarnos con la voluntad de Dios. El ayuno nos ayuda a no vivir para nosotros mismos, sino para Aquél que nos amó y se entregó por nosotros y a vivir también para nuestros hermanos.